“Cucho” Vargas, que fue uno de los cronistas memorables de nuestro fútbol, acaba de cumplir su sueño de abuelo, de “Nono” como él dice. Su nieto, Rodrigo Vargas Touchard, debutó hace unas semanas en Bolívar ante Guabirá, en Montero. Hasta ahora ya jugó otros dos partidos, frente a Blooming y ayer ante Universitario. El cronista y abuelo no pudo contener ni su emoción ni sus recuerdos, y escribió esta nota especial para Acción:
Eran otros tiempos. No sé si mejores o peores porque nunca fui adepto a las comparaciones.
En el caso del fútbol la cosa es más simple.
De aquellos tiempos a los de ahora han habido grandes cambios.
Hoy nadie juega con pelota de trapo. Los chicos tienen a su alcance balones de todo tipo en los que inclusive se ha reemplazado el cuero para hacerlos más livianos y menos peligrosos. Es fácil suponer lo que ocurría en aquellos años, nos situaremos en los 40 y 50 del siglo XX, o finales de los 30 si se quiere, cuando después de la pelota de trapo se jugaba con pelotas con tiento o con huato o guato y era necesario engrasarla con vela de cebo o grasa de res. Cabecear en esas condiciones era un riesgo, especialmente cuando se impactaba con la parte que cerraba el balón como si fuera un calzado. Además del cuero estaba el llamado bláder que era una especie de neumático inflable el que recibía el aire necesario con inflador manual hasta que quede, dentro de la envoltura de cuero. Un bláder expuesto a todo riesgo porque cuando se pinchaba era necesario parcharlo ahí mismo o reemplazarlo.
La pelota de trapo era, consiguientemente, el juguete más común de los niños de entonces. Se la revestía en media de mujer con papeles y trapos en desuso y al final se la cubría con una media de hombre o un trozo de tela de bayeta de la tierra o alguna otra capaz de resistir los embates de los jugadores.
En ella se inspiró Ricardo Lorenzo, el legendario Borocotó, notable analista uruguayo de fútbol convertido en el compañero de Fioravanti que acaparaba la sintonía de las transmisiones radiales de los años 40, 50 y 60 y a los que conocí cuando, en los años 50, incursioné en el periodismo como relator de fútbol.
Las Apiladas
La revista El Gráfico tenía en su última página una columna que se llamaba Apiladas escrita por Borocotó. Se trataba de registrar anécdotas imborrables impresas en esa página con hechos protagonizados por famosos jugadores de fútbol. El término apilada es sinónimo de gambeta o dribling como se decía en esos años para reflejar la habilidad de un jugador para eludir adversarios sin desprenderse del balón. En esas Apiladas, Borocotó desgranaba un sinfín de anécdotas de un repertorio que atesoraba en su mente, como si fuera hoy un registro de computadora y las escribía en tono nostálgico con la pincelada literaria de los grandes de esos años.Y fue la pelota de trapo la fuente de inspiración para escribir un libro que saltó al cine para alcanzar la inmortalidad. Base, además, para que letristas y músicos de tango lo plasmen en un tema que reflejaba “El sueño del pibe” en el que se percibe la emoción de un chiquilín para llegar a jugar en la primera división del club de sus amores. Con toda la carga emocional de estrofas en las que afectivamente se ligaba al fútbol con los sentimientos más intensos dedicados a la madre como “Mamita querida, el club me ha mandado hoy la citación. Jugaré en primera y seré un Pedernera, un Sarlanga o un Boyé”. Y el sueño con los ojos abiertos imaginando su debut con estadio lleno para rematar: “Faltando un minuto, están cero a cero, tomó la pelota, sereno en su acción, gambeteando a todos se enfrentó al arquero y con fuerte tiro quebró el marcador”.
El sueño y la realidad
A Rodriguito, Ró para sus padres y hermanos, el fútbol lo envolvió en su telaraña de sueños desde que aprendió a caminar. Muy pronto propios y extraños, especialmente en los picados colegiales, se dieron cuenta que en sus pies se concentraba la magia de aquellas apiladas de Borocotó. Se impuso la idea de jugar un día en primera y desde que lo vieron en las divisiones inferiores de la Academia ABB, de Isaac Mollinedo, nadie dudaba que estaba para grandes cosas. Se convirtió en delantero con dominio para adentrarse en lo que representa transitar por todo el frente del ataque. Llegaron los goles de toda factura con los que disfrutaba y los ojos de quienes lo aplaudían se abrían para sentenciar “este chico va a llegar”.
Con la misma velocidad de sus apiladas surgió el salto a un grande. Después de brillar en ABB y la selección de La Paz, en la que jugó inclusive con el cintillo de capitán, derivó al club Bolívar y, muy pronto, en apenas dos o tres semanas, dio el gran salto. La vorágine de acontecimientos se entrelazaron se inmediato. Un viernes 11 de abril firmó el convenio, el sábado 12 debutó en primera integrando el equipo “celeste”que interviene en el torneo Integración y marcó el gol de la victoria frente al equipo de Ramiro Castillo. El paso a entrenar con los cracks de la primera división fue el llamado para que Jorge Habergger, el técnico-maestro que “repatrió” Guido Loayza, lo sorprendiera anunciándole que el domingo 20 de abril jugaría en primera como Sub 20. Rodrigo Vargas Touchard podría repetir las estrofas de aquél tango de los años 40 porque en sólo nueve días tenía esa oportunidad soñada.
El debut fue en Montero, en la llamada Caldera del Diablo de Guabirá cubierta por doce mil hinchas de rojo que impulsan a sus jugadores a ganar o ganar.
Viví esa realidad remontándome a aquellos años que hicieron posible mi incursión en el periodismo deportivo y decidí analizar lo que haga con ojos de crítico. Sin embargo, no pude marginar la emoción y la carga de nervios que ameritaba ese debut soñado. Es que Rodrigo es uno de los trece nietos que Dios me ha regalado y con los que estoy ligado intensamente como una de las cosas más gratificantes que alguien puede soñar. Iba a cumplirse el “Sueño del pibe” pero lo incorporé al sueño del nonino. El abuelo que en su niñez, adolescencia y juventud se aquerenció con la divisa del glorioso Club Ingavi cuya cuna, el colegio La Salle, era depositario de los mayores afectos que uno pueda tener. Más allá de la incursión en la selección de la Universidad San Francisco Xavier de Sucre donde hice mis primeros pininos leguleyescos en la Facultad de Derecho.Y el querido club Stormers cuyos colores también defendí sin que se borre de la mente la prestancia de un Julico Toledo. Y nombres como el “Ñato” Mendizábal, Peducassé, Solares para entremezclarlos con los de “Carita” Jordán, el “zurdo” Centellas, el recio Raúl Gómez, Mico Jordán, Freddy Valda y el notable Paco Palazuelos del gran Ingavi y el gran colegio La Salle del hermano Gustavo y del negro Aillón que gritaba mis goles como propios porque también jugaba con nosotros. Hasta que en un entrevero la rodilla dijo basta frente a un golpe artero. De ahí a la otra realidad que archivó al cantante lírico o al abogado para abrazar, con la misma pasión, al periodismo deportivo, fue un paso encadenado a una sucesión alucinante de hechos que son de dominio público, a través de años inolvidables donde aprendí a sentir lo que es el cariño de la gente de todos los confines de esta Bolivia amada que merece mejores días.
Con ojo crítico
Rodrigo transitó por todo el frente del ataque al lado del cada vez más recuperado Joaquín Botero. Se desplaza mejor por el flanco derecho donde tuvo un par de incursiones vibrantes por la velocidad y dominio de balón que tiene. Al borde de la cancha y con el marco de un público que, inicialmente cantaba y bailaba al ritmo de “Adelante Guabirá” pero que se enardeció en el mismo instante en que sonó el silbato inicial del partido con una carga de insultos a los jugadores visitantes, al árbitro y sus asistentes, sin razón alguna, seguí las alternativas de un partido en el que, de entrada, iba a tener una característica: poca llegada a los arcos, ninguna situación clara en los primeros 45 minutos, prevaleciendo el juego de medio campo. El andar de Valentierra y Fioretto fue importante, especialmente del colombiano, fue con categoría, con clase aunque Fioretto se fue desdibujando pasada la media hora. Pese a ello ni Botero ni Rodrigo fueron asistidos como debieran y la velocidad de Botero y Rodrigo no tuvo la continuidad y contundencia necesarias para inquietar al arquero Lampe.
Un foul descalificador a Rodrigo —con el número 14 en la espalda que es el mismo que tiene Rodrigo Palacio en Boca Juniors— lo iba a dejar al margen, además de una ampolla en la planta de su pie izquierdo para no volver en el segundo tiempo. “Buen partido. Buen partido pero tiene una ampollota así de grande”, graficó el profesor Habergger cuando decidimos marcharnos tras los goles de Botero, el primero digno de un gran goleador, por el impacto y la precisión desde 22 o 23 metros para clavarla en el ángulo superior derecho de Lampe. Ni él ni otro arquero podían haberlo evitado. A pesar de todo, los gritos contra el arquero fueron groseros. El regreso de Montero a Santa Cruz tuvo marco totalmente distinto al viaje de ida. La tensión dio paso a la sensación de satisfacción plena por lo ocurrido. Dos horas después, ya en la casa, Rodrigo recibía la asistencia amorosa de su madre Denisse curando la “ampollota” de la planta de su pie izquierdo.
¿Quieren una opinión sobre lo que fue el soñado debut? Rodrigo Vargas tiene estampa de crack. Hay que guiarlo paso a paso sin apresuramientos. Tiene la inteligencia necesaria para saber que su futuro futbolístico le deparará satisfacciones. Las mismas de la alucinante sucesión de hechos que en sólo nueve días lo llevó al primer equipo de Bolívar haciendo realidad el “Sueño del pibe” que quedó entrelazado para siempre con el sueño del Noni.
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