lunes, 21 de enero de 2019

Ramiro, de trabajar en iglesia a ser jugador y difundir la cultura afro

Hace poco más de una década, la historia era otra. Ramiro Ballivián, lateral derecho de Wilster, en aquel entonces no pasaba de los 16 años y llegaba a Cochabamba con sed de gloria futbolística.

Llamado por su hermano mayor, Martín (al que a lo largo de esta historia reconocerá como figura paterna), el muchacho yungueño se instalaba en el valle y dejaba atrás a su gente y a su pueblo, Coripata.

Entendía, el “binomio unido por la sangre”, que el destino escogido podría suponer una ventana hacia la conquista de algunos pesos y la posibilidad de llevar al plano real dos sueños puntuales: el menor quería patear la pelota de forma profesional. El mayor anhelaba convertirse en un comunicador social con todas las letras y cartón en mano; y que el mundo se enterara de la riqueza que envuelve a la cultura afroboliviana mediante la escritura de libros.

Si en el ambiente del fútbol, el cliché más trivial es aquel que grafica al jugador en un contexto pasado ligado con la casita sencilla y la precariedad, por esta vez, la descripción resultará válida.

Los medios no alcanzaban y fue por ello que los hermanos decidieron emigrar. Todo costó demasiado en el valle, sin temor a caer en exageraciones. Enumerar los sitios en los que tuvieron que dormir es un desafío para Ramiro, pero él, con esa sonrisa limpia que parece haberse encariñado con su boca, lo intenta.

“Cuando llegamos nos quedamos en la iglesia Verbo Divino. Allí nos dieron un cuartito porque nuestro trabajo era limpiar. También vivimos en Coña Coña y en Cerro Verde. Íbamos a sitios donde pagábamos unos 100 o 150 pesos. La hemos remado”.

El crack está por encima de lo tibio. Su mejor amiga es la nobleza. No importa si hubo noches en las que él y Martín, con suerte, tomaban leche de soya y comían dos trozos de pan para engañar al estómago. No importa tampoco si, apenas arribó, la propuesta de Wilster fue “hacerle un contrato por 10 años sin cobrar”.

Vuelve la mirada al pasado y agradece a Dios.


Con 27 años y un deseo innegociable de seguir cumpliendo sueños, el coripateño es titular en el Rojo. Se transformó en un hombre nuevo con el optimismo y la humildad como estandarte.

Más allá de ser jugador, el paceño se encuentra 100 por ciento comprometido con la difusión de la cultura, la historia y las costumbres afrobolivianas. Cree que desmitificar ciertas creencias es su deber. Y halló la manera de llegar a las personas mediante libros que ha escrito su hermano Martín, que (ahora sí) es comunicador.

Juntos han logrado financiamiento y se suman, así, a la lucha constante por enarbolar lo que es nuestro y que poco conocemos.

Un intento aproximado de conversación en que el paceño se vio como protagonista cuando varias veces le tocó jugar la Libertadores o chocar internacionalmente con la Selección Nacional, servirá para entrar en contexto.

-¿De dónde eres?

-Soy de Bolivia.

-¿Acaso hay negritos allá?

-Claro que sí. Existe la comunidad afroboliviana.

-Ah, mira...

Ya perdió la cuenta de las veces en que pusieron en duda su procedencia y se animaron a preguntarle si era colombiano, ecuatoriano o, quizás, peruano. Nacer en Bolivia y llevar la piel negra, al parecer, son dos factores que no combinan en el imaginario ajeno.

Se cansó de explicar que sí, que en el país, la comunidad afroboliviana no solo se sitúa en La Paz, sino también en Santa Cruz y Cochabamba.

Tiene claro que su presente es el fútbol. Sin embargo, su mayor deseo, aquel por el que se despierta a diario es que lo recuerden por haber sido una buena persona.

Por ahora, los hermanos obsequian los libros, en los que “la saya sagrada” está bien explicada.

P: Vuelves a Cochabamba...

R: Me siento contento porque regreso después de 10 años. Salí bachiller acá. Vine con la ilusión de quedarme en Wilster. Me querían hacer un contrato de 10 años como juvenil, sin un centavo. Necesitaba, por lo menos, para el almuerzo. Decidí jugar en la Sub 16 de Cala Cala. Después me fui a Universitario de San Simón por el comedor. También me ofrecieron, por medio del profesor Javier Vega, al cual le agradezco mucho, una beca en el colegio Gerónimo de Osorio. Me daban un bono de 150 bolivianos. La hemos remado con mi hermano. Él es como un padre para mí. Siempre me inculcó nuestra cultura y me decía que si llegaba a jugar fútbol, la difundiera, que el afroboliviano tiene capacidades.

P: Las tiene, pero le cuesta más llegar a Primera, ¿falta que miren para allá?

R: Hay mucho talento. Capaz, por falta de coraje y condiciones económicas. Pero no hay que abocarse solo a los afrobolivianos. También aimaras y quechuas poseen condiciones para el fútbol.

P: ¿De qué forma empezó tu hermano a vivir la aventura de ser escritor?

R: Siempre quiso hacer conocer nuestra cultura. El objetivo es que, mediante la escritura, la gente sepa que en el país hay gente de color, que conozca cómo vivimos, cómo llegamos y qué hacemos. Así nació la cosa.

P: ¿Cómo lo apoyaste?

R: Buscamos la manera mas rápida de conseguir dinero. El ya tenía todo en borrador y logró financiamiento de la Embajada de Estados Unidos. Lo ayudé a publicar sus libros. Por el momento los regalamos.

P: Háblame de la vida en Los Yungas…

R: Se vivía del día. Ahora, la coca se incrementó. Mi mamá (Felipa) nos crió. Somos tres hermanos. Nuestro papá nos abandonó. Mi hermano mayor nos dio la mano.

P: Nunca más tuviste noticias de tu padre...

R: Tampoco me interesa, a mis 27 años. Quiero agradecer a mi hermano porque él nos ha inculcado hacer las cosas bien.

P: ¿De vez en cuando vas a cosechar coca? ¿Te gusta?

R: Siempre, siempre. Los cuatro años en los que estuve en La Paz (jugó en el Tigre) lo hacía. Tenía día libre o receso e iba a ayudar, a estar con los amigos y mamá en el campo. Eso no se olvida. Es lo que marcó mi infancia. Igual es algo normal del cocalero.

P: ¿Qué te dicen los vecinos?

R: Me transmiten cariño. Mi pueblo es futbolero y cocalero. De allí salieron los hermanos Ivan y Ramiro Castillo; y Demetrio Angola, entre otros.

P: ¿Sientes que te falta algo por cumplir?

R: Sí, siempre. Quiero seguir consiguiendo cosas y creciendo como persona. Antes de ser futbolistas somos humanos. Después de dejar el fútbol, ¿qué queda?, la persona. Dios me bendijo, me dio todo lo que necesité. Apunto a ganar más títulos. Se vienen partidos bonitos y deseo ser protagonista.

P: ¿Sabes tocar el bombito?

R: Obviamente, como afroboliviano toco, canto y bailo. No canto tan bien, ja ja...

P: Igual te animas...

R: ¡Igual lo hago! Es mi cultura. Tengo que saber qué estoy tocando y qué significa.

P: Muchos lo ven de afuera y perciben solo la alegría, pero hay una explicación en la danza.

R: Sí. La saya es algo muy sagrado. Era un refugio que encontraban nuestros antepasados después de cada jornada dura en las minas, como esclavos. Trataban de olvidarse de lo que estaban viviendo.

“Le pude comprar una casita a mamá”

Cuando estuvo en la U

Cuando Ramiro Ballivián (27 años) era un adolescente y en Cochabamba no le fue del todo bien, en Primera, buscó nuevas alternativas.

Y encontró una muy buena en Sucre.

Allí, el club Universitario (que perdió la categoría en el torneo pasado) le tendió una mano. Fue su primer equipo profesional, por lo que el paceño guarda un cariño especial hacia la institución capitalina.

“Luego de salir del colegio, en Cochabamba, me fui a probar a Sucre. Me quedé. Gracias a eso pude comprarle una casita en Los Yungas a mi mamá. Traté de ayudarla a ella y a mi familia”.

Continuó Ramiro: “La U me acogió. Sin dudas va a volver (a la División Profesional) porque es un equipo grande con el que muchos quieren jugar”.

Quiere ser técnico y formar a niños

Enfatiza en los valores humanos

A diferencia de otros futbolistas que proyectan dedicarse de lleno a la dirección técnica luego de colgar los botines, Ramiro Ballivián tiene otro objetivo en el horizonte: desea entrenar a los más pequeños.

Lejos de apostar por comandar un elenco de la División Profesional, el coripateño aspira a prepararse para cuando llegue ese momento.

“Es imposible proyectar tanto. Trato de vivir el día a día. Obvio, uno siempre se plantea objetivos. Cuando llegue la etapa de dejar el fútbol, creo que siempre estaremos ligados a él. Me gustaría mucho ser entrenador de niños y compartirles lo que me tocó vivir”.

Dio los motivos que lo han llevado a amasar dicha intención.

“Es la etapa en la que se absorben muchas cosas y en la que aprenden a ser buenas personas, antes que nada. Eso me emociona. Ya tengo, a esta edad, que empezar a buscar una universidad del deporte. Creo que hay acá. Con mi experiencia, trataré de inculcarlo. Eso me encantaría”.

Así como es firme en su deseo de dirigir a los más pequeños, también alimenta la convicción de valorar lo que es “nuestro” en lo deportivo.

Por eso, Ramiro admira a aquellos que trascendieron, como Ivan y Ramiro Castillo, Milton Melgar y Demetrio Angola.

“Soy de querer más lo nuestro. Hay actuales que me encantan, como Raúl Castro y Gilbert Álvarez”.

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